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1994. Febrero

 

23 de febrero de 1994

    Tocante al programa televisivo de ayer, tema eutanasia, debió de seguirlo mucha gente porque comenzó poco antes de las once de la noche, justo después de una entrevista con el duque de Feria. Hubo una encuesta entre los televidentes y ganamos los partidarios de la eutanasia. Siempre ganamos. Pero tampoco el debate fue de mucha altura. Demasiada ideología y, en algunos casos, fanatismo. Eso sí, con agradables sorpresas. Así, compruebo que Fernando G. Tola es una bellísima persona, tiene su ideología izquierdosa  pero no la exhibe con agresividad sino con tolerancia, incluso con bondad. Porque ser capaz de presentarle excusas a un ser tan intolerante como Pilar Urbano ya es el colmo de la bondad.

      Javier Sádaba, también radical de izquierda, y sumamente perceptivo, era de los pocos que sabia de lo que estaba hablando.

      Amando de Miguel, a quien aprecio, no tuvo una noche feliz. Anduvo a la deriva, aunque aparentando frialdad científica. El caso es que sus estadísticas no coincidían con las del CIS, y sus comentarios (que los partidarios de la eutanasia son mayormente varones, de edad inferior a 60 años y clase social alta) me parecieron completamente equivocados. En las asociaciones pro Muerte Digna (cerca de 700.000 afiliados en todo el mundo; no somos, pues, una ONG despreciable), hay mayoría de mujeres, la clase social es media y abundan los ancianos.

   Alberto Ruíz Gallardón (conocí a su padre) llegó tarde al programa –venía directamente del aeropuerto, procedente de algún lugar de Europa-, y Hermida le dejó hablar cuanto quiso –a los demás nos racionaba el tiempo- tratándole con untuosa deferencia. Gallardón tiene fama de simpático y liberal, y puede que lo sea, pero en el tema de la eutanasia se retrató con un discurso dogmático y convencional, amén de plúmbeo. Eso sí, con mucha labia y en un tono de Repelente Niño Vicente, de esos que lo saben todo y que jamás pierden el hilo.

     Fernando Sánchez Drago explicó una vez más su creencia en la reencarnación y rechazó la eutanasia en  nombre del mal karma.

      El representante de los obispos se limitó a decir una y otra vez que la eutanasia  es un homicidio. Sádaba, rápido, le replicó: ¿y la defensa propia, y la guerra, y la pena de muerte?, que todo esto lo admite la Iglesia. Yo, ¿y los herejes quemados en la hoguera?, ¿y la Inquisición?, ¿y Giordano Bruno? Por favor, señores, un poco de vergüenza.

      En fin, cuando me llegó el turno solté mi discurso acostumbrado: que la eutanasia voluntaria es un derecho humano, que el meollo de la cuestión es que cada cual pueda decidir por sí mismo, desde su plena capacidad jurídica y mental, o, en su defecto, a través de un previo testamento vital, cuándo quiere y cuándo no quiere seguir viviendo, que la vida no es un valor absoluto, la vida debe ligarse a “calidad de vida”, y cuando esta calidad se degrada más allá de ciertos límites, uno tiene el derecho a dimitir, que en un Estado laico deben respetarse las distintas opciones, y que ya es hora de que se conceda al ser humano la plena posesión de su destino.

    Lo dicho: un debate escasamente estimulante sobre un tema, la eutanasia, que yo mismo he contribuido a poner de moda.

Cuaderno Amarillo, Plaza & Janés, Barcelona, septiembre 2000, páginas 190-191

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