11 de febrero de 1993
Ser Juan Pérez, ser Pepita López, ser Salvador Pániker: todo parece un accidente. Un accidente biológico dentro de la trama única y plural de las cosas. Pero lo más disparatado y humillante es lo que la gente acepta sin rechistar: pasarse la vida dentro de uno mismo, no enterarse, no cambiar de máscara o persona, permanecer encapsulado en la ridícula identidad de unos genes y unos tics.
Lo más escalofriante, desde el punto de vista del ego, es pensar que cuando te mueres tienes que despedirte para siempre, no de los demás (que a eso ya te acostumbra la vida) sino de ti mismo. Adiós para siempre a esa discutible identidad tan única como estrambótica: yo. Adiós a esa divinidad que hay en uno mismo. Ya nadie nunca más será yo. Habrá otros miles de millones que se verán a sí mismos como yo, pero serán otros. Yo, ese que ahora teclea, me habré esfumado absolutamente.
De ese contrasentido han brotado todas las <<creencias>> en la inmortalidad, la reencarnación y otros antropomorfismos semejantes.
También mi madre sentía el absurdo de la muerte, y su constitución la conducía a la angustia. A mí me conduce a trascender el ego.
Cuaderno Amarillo, Plaza & Janés, Barcelona, septiembre 2000, página 20.
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