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1997. Abril

 

2 de abril de 1997

Acabo de mandar a los medios una carta de la cual extraigo los siguientes párrafos.

El Parlament de Catalunya, en un gesto insólito, ha convocado a la asociación que yo presido (Asociación Derecho a Morir Dignamente, DMD) a exponer sus actividades y objetivos, de cara a una posible incorporación de los mismos a las actividades parlamentarias. Concretamente, el próximo 4 de abril, a las doce de la mañana, compareceré ante la Comisión de Justicia del citado Parlament. Me acompañará también la vicepresidenta de DMD, Juana Teresa Betancor, y el reconocido jurista Joan Josep Queralt.

El objetivo que perseguimos es que Catalunya sea la adelantada, dentro del Estado español, en aprobar alguna proposición que desarrolle y regule el ejercicio del derecho a una muerte digna.

Nuestra asociación expuso ya ante el conceller de Sanitat de la Generalitat de Catalunya, señor Rius, la necesidad del uso generalizado del Testamento Vital. Sabemos que en el Parlament existen varias iniciativas encaminadas al mismo fin. Parece, pues, que también los políticos han empezado a comprender que los deseos de control del final de la propia vida coinciden con la necesidad de establecer unas regulaciones que den seguridad jurídica a los enfermos y al personal sanitario.

4 de abril de 1997

La sesión del Parlament de Catalunya ha ido de perillas, el clima era propicio, el reparto de papeles entre los asistentes ha funcionado perfectamente. Al llegar yo, los reporteros han disparado todas sus cámaras, o sea que la prensa ha respondido, veremos lo que cuentan mañana. Esta tarde, en las noticias de Catalunya Informació ya han recogido el acto, y han mencionado mi observación de que el 50 por ciento de los asociados a las asociaciones pro muerte digna, en Europa, son católicos. Católicos no vaticanistas. Los convocados éramos la DMD y el señor Lluís Monset, presidente de la comisión de bioética. Presidía la comisión de justicia Roc Fuentes… Por parte de DMD concurríamos JTB, el catedrático de derecho penal Joan Josep Queralt y yo mismo…

JTB después de la sesión parlamentaria: “Tendrías que haber visto cómo te escuchaba la gente; eres toda una institución en Cataluña”

6 de abril de 1997

Días de primavera, alergia y polen. Pasó ya la resaca de mi visita al Parlament. “Te hemos visto por la tele.” Reseñas y fotos en la prensa. Bien; eso fue ayer, hoy está todo olvidado. La prensa diaria es el registro puntual de lo que habrá que olvidar al día siguiente. Hoy la noticia es el fallecimiento de Allen Ginsberg, uno de los últimos supervivientes de la beat generation.

11 de abril de 1997

Insisto: la angustia por la muerte es el síntoma de una enfermedad específica, la enfermedad del ego. Unamuno reclamaba que la aventura humana fuera algo más que “una procesión de fantasmas que van de la nada a la nada”. Unamuno tenía un ego desmesurado, y la muerte le parecía un atropello intolerable. Yo comencé filosofando –siendo todavía un adolescente- desde el ego y desde el pensamiento puro, percibiendo la diversidad del mundo como un escándalo, y la muerte como una estafa. …

En el ámbito animal o vegetal, la muerte es un fenómeno remotamente natural. Para el hombre, en cambio, y ya desde las primeras culturas arcaicas, la muerte es interpretada como un acontecimiento decididamente contra natura. Nuestro actual tipo de conciencia egoica (la que nos aísla del cosmos y hace alborear el espíritu) debió de surgir allá por la época del hombre de Neanderthal, y con ella los exorcismos de la muerte: ritos, funerales, enterramientos, culto, religiones… En su primitiva inconciencia, el género Homo balbucea una sabiduría cuasi platónica: el espíritu, tan penosamente alcanzado a lo largo de más de dos millones de años –Homo hábilis, erectus, neanderthalensis, sapiens-, no puede morir. A partir de ahí el Homo symbolicus se convierte en Homo religosus. Funciona el imaginario. Como apunta Eliade, es probable que ya el Homo hábilis haya tenido una cierta vivencia de la trascendencia contemplando la bóveda celeste. Una revolución en el interior de Homo. El insólito descubrimiento –el espíritu- genera una cultura sui géneris. Conocer el motivo de la muerte será entonces la manera humana de “recuperar el equilibrio”. ¿Qué procede hoy? Lo he apuntado antes, procede recuperar la animalidad de la muerte, su carácter natural. (Montaigne: “Si no sabéis morir, no os importe, la naturaleza os informará en el momento preciso”.) Alan Wats decía que al morir regresamos al lugar del que salimos al nacer. Porque la identidad del ser humano real no está en el ego sino en la totalidad de lo que existe (la totalidad del cosmos, si queréis). Así que hay un problema en la muerte, ero ese problema lo es, ante todo, para el ego. (Curiosamente, eso ya lo advirtió Schopenhauer.) Y el desequilibrio del ego requiere hoy una terapia que ya no puede ser la mítica, sino la mística retroprogresiva: de un lado la recuperación de la animalidad, de otro lado el acceso al “más allá del ego” que predican las filosofías transpersonales.

Norman Brown estima que el germen primario de toda represión es la ansiedad del ser humano ante su propia desaparición. El devenir de esta ansiedad se llama “historia”, es decir, el empeño por llenar el tiempo con obras que desafíen a la muerte. Vida y muerte, explica Brown, se hallan unidas a nivel orgánico –la muerte es parte de la vida-, pero el ser humano las disocia. Toda cultura humana es patológica en la medida en que reprime la muerte. Pues bien, como he dicho, cabe asumir la muerte sin reprimirla. Cabe una metamotivación desde más allá del ego. Cabe hacer las cosas por sí mismas, por placer inmanente de hacerlas. Cabe la espontaneidad taoísta.

Cuaderno de Otoño. Páginas168,169, 172, 173 y 174

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