11 de diciembre de 1994
De nuevo la polémica en torno a la eutanasia, la postura intransigente de los católicos integristas. Ya es curioso eso de ser integrista -católico o de la índole que fuere- en vez de asombrarse ilimitadamente con el espectáculo del mundo, hala, a esconderse bajo el ala de unos dogmas, a repetir la pauta tradicional, es decir, a no vivir.
Ninguno de esos cristianos furibundos ha tenido nunca una experiencia religiosa: si la hubiesen tenido no serían “furibundos”, se les notaria la sabiduría del misterio. Y no. Todo en ellos es convencionalismo y falta de gracia. Se llaman a sí mismos “creyentes”, como si los demás no creyésemos también en nuestras cosas. Lo peculiar de esos llamados creyentes es que se conforman con la doctrina renunciando a la experiencia. Proyectan sus propias dudas hacia otras personas –los llamados increyentes- y de ahí su obsesivo empeño en “convertirlas” –porque lo que tratan de convertir es su propio yo incrédulo-. Y paradójicamente, al reprimir sus propias dudas, se cierran a la liberación. El zen tiene ahí un proverbio oportuno, no sé si lo he citado alguna vez:
Gran duda, gran iluminación.
Pequeña duda, pequeña iluminación.
Ninguna duda, ninguna iluminación.
Cuaderno Amarillo, Plaza & Janés, Barcelona, septiembre 2000, página 350.
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